miércoles, 27 de agosto de 2014

De lo que están hechos los hombres y de lo que están hechos sus mitos

pequeño homenaje a Julio Cortázar...



  Me acuerdo, sentado en el piso del comedor de mi departamento, frente a la biblioteca, mientras la repaso impaciente y busco algo que me empuje más allá de los símbolos y las tipografías, y encuentro, de repente, y saco un libro… Me acuerdo, digo, de una chica que solía sentarse a mi lado, en el piso, donde estoy yo ahora, con las piernas hacia los costados como en posición india y los dedos de sus manos enredándose en sus tobillos, que examinaba los títulos y los autores, sus ojos daban saltos, me preguntaba, y yo observaba sus labios… Me acuerdo. Y justo saco el libro que me lo había regalado ella. Lo abro y leo su nombre, arriba del título, en la primera página; no su verdadero nombre, uno con el que fantaseaba. El libro está viejo y la edición es mala, pero había sido un lindo regalo: Fantomas contra los vampiros internacionales, o algo así, de Julio Cortázar. Un regalo perfecto en el momento perfecto. No es fácil eso. Ella lo amaba, y estaba bien, ¿qué mujer no lo hace? Se la pasaba hablando de él. Yo hacía rato que ya no lo soportaba: me había traicionado. Desde chico que lo leía. Y él me había prometido un bestiario de criaturas mágicas y hermosas, mitológicas. Criaturas terrenales también que, a pesar de parecer despiadadas y crueles, eran dueñas de un romanticismo que las llenaba de luz, y esto las convertía en seres tiernos y leales, capaces de un amor noble. Él me había prometido otras realidades, otra cosa más allá de los sueños, la continuidad de los parques, palabras que guardaban una especie de magia dentro, el encuentro del amor ansiado en las situaciones más insólitas, como en una autopista: un amor que nos iba a partir como un rayo. Y lo cierto es que ese rayo siempre lo parte a uno solo. Pero yo le creía en ese entonces: convence, Cortázar convence. Sin embargo, a medida que fui adquiriendo experiencia en el mundo, me di cuenta de que leerlo es muy lindo, pero la vida no es como una de sus historias. De hecho, está muy lejos de serlo. Él parecía saber exactamente lo que querían las mujeres (un tipo fascinante, en verdad), aunque lo cierto es que no sabía nada: lo que quieren las mujeres lo saben las mujeres. Algunos, como Cortázar, tenemos a veces el descaro o la cobardía de contarles qué es lo que quieren a ellas y, a veces, convencemos… Fantomas, ese libro extraño y difícil que hoy tengo entre mis manos, gracias a ella, a la que hoy siento lejos, logró algo que yo ya creía imposible: ese libro, o esa chica, me amigó con el hombre de los cronopios y de las famas. Aunque todavía no le volví a creer, para nada. Pero, en ese momento, pude conocer a un Cortázar que hablaba de sí mismo en la cuarta persona; que se ponía cachondo en el vagón de un tren con una rubia italiana, pendeja, tonta; al que Susan Sontag le daba vuelta la cara por teléfono y hasta le reprochaba el hecho de que era un mamero. Es decir, un Cortázar más humano, no el mito romántico que se construyó sobre él y que ya se nos sale por todos los orificios. Su mejor versión, a mi entender. Conocí también el gesto más lindo y encantador que alguien haya tenido conmigo, de una ternura totalmente impulsiva. Precisamente, ella parecía haber salido de uno de sus cuentos: ese pelo prendido fuego, sus ojos de mar, los labios fervorosos, inquietos y una piel tersa, rosada, que desbordaba picardía. Yo solía quedarme mirando sus ojos como si dentro de ellos hubiera encontrado el aleph del que hablaba Jorge Luis Borges. Y ya no quería saber más nada, me perdía. No me importaba nada de lo que sucediera alrededor, antes, después, más tarde: ya estaba todo ahí, en esos ojos verdes. Pero ella no lo hubiera entendido. No le gustaba Borges, no sabía lo que era eso. Y el movimiento de su cuerpo al caminar me recordaba a una de las enfermeras del doctor Havel, de los “amores ridículos” de Kundera. Y era ciertamente ridículo: ella no conocía ese libro tampoco. Y, después de todo, ella se me hacía más a la señorita Cora o a Delia. A veces, cuando la tenía entre mis brazos, yo me sentía un personaje trágico y mitológico. Y eso, aunque ella lo habría entendido, no se lo iba a decir.
  Sigo, entonces, pasando con indiferencia las páginas del libro, de Fantomas, mientras pienso e imagino su vocecita diciéndome algunas palabras en francés, trato de recordar el sonido de las palabras que me dijo la primera vez que salimos, pienso en algo sobre lo que escribir. Es inútil, no puedo. Y me detengo, de repente, en una página, y leo —y estas tal vez sean las palabras más lúcidas que Cortázar alguna vez escribió—:
“Menos mal que Borges ya se jubiló”.