viernes, 17 de octubre de 2014

La mujer que eligió no tener alma



Ella reemplazó la bolsa vacía del suero por una nueva. Chequeó que todo estuviera bien, controló el goteo, reguló la dosis, se lavó las manos. Rezarle a algún dios sería más efectivo, pensó. También, a veces, imaginaba que se le escapaba un poco de aire por el catéter. No es piedad si no es divina, opinaban otras enfermeras. Le hacía gracia la idea. Como el suero que ahora tiraba a la basura, el pueblo se había vaciado; las calles, los hogares, las escuelas, los bares, todo en una soledad transparente. En el hospital, quedaban nada más que dos médicos, tres pacientes en cuidados paliativos y ella. 
  Hacía unas semanas, para evitar los malos olores, los habitantes habían decidido incendiar el cementerio. Se le había ocurrido a ella la idea. Luego, como ya no quedaban chicos, a todos los que siguieron los fueron cremando y enterrando sus cenizas en el parque infantil del hospital, o en la plaza principal. La necesidad los hizo improvisar. Qué más daba. Cualquiera podía ser el siguiente. Habían tenido que aprender a cavar y, cuando se cansaron de cavar, empezaron a arrojar las cenizas al lago. El agua se había vuelto gris y ya no sabía dulce ni salada. Así como el pueblo, el curso del agua no se precipitaba hacia ningún lado, en medio de montañas y caminos de tierra. Los hornos del crematorio habían dejado de funcionar y debieron empezar a usar el horno de barro de la pizzería del pueblo. Ella solía encargarse de todo. Los dos médicos, por su parte, poco podían ofrecer más que paliar el avance del síntoma que, en definitiva, era tarea de ella. La peste no los había matado, pero los había vuelto enfermeros, que era todavía peor.
  Pocas personas habían podido irse antes de que se volviera una epidemia. Los que se habían quedado fueron muriendo uno a uno; al principio, de manera repentina y, después, más sosegada. Murieron primero pilotos, choferes, capitanes, periodistas, locutores, carteros, telefonistas, administrativos, operadores. El pueblo quedó incomunicado, una zona rural, en el medio del mediterráneo, entre rocas, donde hasta el viento pasaba de largo y lo único que se quedaba era el polvo. Después, fueron muriendo jueces, comuneros, policías, bomberos. Parecía como el propio pueblo estuviera ejecutando su muerte asistida, y ya no había autoridades que pudieran reprobarla.
  Desde un principio, ella nunca abandonó a sus pacientes hasta el último aliento de cada uno de ellos, aún a los que estaban más graves, sin importar qué. Era una mujer fuerte y con carácter. A los médicos, parecía costarles creer que todavía siguiera viva. Tal vez sus diferentes fobias a la suciedad y a los gérmenes y su obsesión con los métodos antisépticos habían ayudado, y empezaron a imitarla: cuando ella se lavaba las manos, ellos también lo hacían; se habían vuelto más prolijos y metódicos, y parecía funcionarles. Ella los miraba con desprecio por momentos, modificaba sus rituales para descolocarlos, pero lo cierto es que no podía ver un hilo de polvo. Le quitaba la tierra hasta a las macetas. Y, ahora, cada vez tenía más trabajo, había que ocuparse de limpiar las calles, las mesas de los bares, las plazas, las tumbas, su casa y, además, cuidar de los últimos tres pacientes y de los dos médicos, que no sabian bien qué hacer consigo mismos. 
  En la mayoría de los casos, las personas se habían ido muriendo antes de que pudieran llegar al hospital. No se podía saber cómo ni por qué ya que el médico forense había sido uno de los primeros en morir. A los que habían tenido la suerte de ser ingresados al hospital, les habían hecho todo tipo de estudios, que no mostraron nada relevante: todos tenían tantos síntomas que no se podía hacer ninguna reducción. Entonces, quedaban al cuidado de ella, que ahora era la que estaba a cargo del hospital.
  Los últimos tres pacientes murieron el mismo día, una mañana de domingo. Ella ya se había acostumbrado, no dijo nada, se limitó a limpiar los cuerpos, después lavarse ella y se dirigió a la pizzería para encender los hornos. Los médicos se sintieron contentos, pensaron que tal vez todo había terminado, que con esos tres se había ido la peste también, y se encargaron ellos mismos de incinerarlos. Sin embargo, después de algunos días, empezaron a sentirse un poco mal. Al primer síntoma de malestar, ellos mismos se internaron y le dieron específicas instrucciones a la enfermera, que siguió al pie de la letra. Pero no hubo caso. Uno murió el jueves de la semana siguiente y el otro, dos días después. Todo se había reducido a ella, solo a ella, a la chica a la que, a sus veinte años, le habían diagnosticado una extraña anomalía en la sangre que parecía ser terminal. El último de los médicos, un amigo de su padre, había sido quien había descubierto esa anomalía. Había hecho algunas cosas más por ella también. La chica decidió seguir la carrera de medicina, para aprender sobre su “enfermedad” que, al parecer, había sido la razón por la que había muerto su madre cuando le dio a luz. Después, se especializó en química biológica, y el médico la ayudó mucho para conectarla con las personas adecuadas fuera del pueblo. Tan generoso había sido el hombre que pensó sería apropiada una gratificación de parte de ella y, de esa gratificación, se engendó un niño, que nació muerto, a causa de la enfermedad de ella. Cuando volvió al pueblo, el médico mantuvo una distancia precavida. No sabía cómo iba a reaccionar. Estaba cambiada ciertamente, y había decidido dedicarse a la enfermería. Se había sentido tan desamparada cuando tuvo que sostener en sus brazos a su niño muerto que no quería nadie tuviera que sentirse así nunca. También pensó que aquel médico merecía que algo terrible le pasara. Cuando le cerró los ojos, ese sábado por la tarde, tuvo sentimientos contradictorios. Todo lo que había pasado. Primero lloró y después sonrió aliviada.
  Salió entonces de ese hospital que la había visto dar sus primeros pasos en la profesión, cruzó la calle, pasó la plaza principal y se dirigió al bar de una de las esquinas que la rodeaban. Agarró una botella de vodka de detrás del mostrador, un vaso de vidrio, y se fue a sentar en una de las mesas de la vereda. Limpió el vaso varias veces, y la botella, la silla, la mesa. Después, se sirvió dos medidas; un exceso, pensó, pero lo ameritaba. Todavía no había caído la sombra de la tarde y corría una brisa amable por las calles; el pueblo parecía aliviado también. Se acercaba la primavera.
  Pensó en lo que le había costado encontrar la forma de neutralizar su anomalía, encontrar la cura para su enfermedad. Se sintió orgullosa de sí misma cuando lo logró. Por supuesto, no le interesaba a nadie más que a ella. Hasta donde sabía, no había otra persona que tuviera la misma aflicción. Pensó también en el momento en que descubrió que su “vacuna”, aplicada a cualquier otra persona, resultaba mortal, sin excepciones. Esta despertaba los mismos síntomas que ella sufría, pero mucho más rápido y de manera más corrosiva, invadía todos los sistemas. Los demás no contaban con su capacidad inmunológica que, desde chica, su cuerpo había desarrollado. Pensó entonces cuándo se le había ocurrido usarla por primera vez. Había sido con su primer novio. Nada premeditado, sino más bien accidental. Había bebido de un vaso en el que ella estaba haciendo un cultivo. Y su muerte también se tomó como un accidente, ya que no había sido posible identificar una causa precisa. El único que podía saber de qué se trataba todo eso era aquel médico. En algún momento, cuando lo supo, lo calló. De igual manera, ese novio suyo se lo merecía, pensó ella y se rio. No era un hombre de lo más correcto, y estaba sospechado de abusos sexuales, entre otras, a una amiga de ella. Después, recordó el momento en que se había dado cuenta de que este accidente podía pasarles a otras personas, otras que también merecieran tenerlo. Y quién, entonces, cualquiera que sea, no merecía tener un accidente para algún otro cualquiera. Su padre, que no hizo nada cuando ella le contó lo que su amigo le había hecho, sin dudas, lo merecía. Su amiga, que la había condenado, porque pensaba que ella lo había protegido a su novio. La policía corrupta, los médicos incomptentes, los encargados altivos, los empleados descorteses, las parejas que malcrían a sus hijos, los malcriados que no piensan en nadie más que ellos mismos, las prostitutas, los clientes, los adúlteros, los violentos, los pasivos, los imbéciles. Y así, uno por uno, hasta llegar a ella, a esa tarde. 
  Sabía bien que, ahora, ella lo merecía más que nadie: había logrado eliminar todo un pueblo. Sin embargo, dudaba. No parecía tener el valor o el altruismo suficiente para suicidarse. En el cajón de un armario de su casa, había dejado una libreta en la que había anotado todo desde el primer día. Nadie nunca lo vería. El pueblo desaparecía silenciosamente. Tal vez dios, si acaso existía, la debería haber detenido… o no. 
  Sacó un frasco de uno de los bolsillos de su uniforme y le agregó un poco de cianuro a sus dos medidas de vodka. Repasó con el dedo la superficie de la mesa y comprobó su pulcritud. Se felicitó en silencio. Los rayos del sol trasparentaban todo, a ella también. Sintió la brisa rozar su piel enferma, mientras jugaba con el vaso.


















Esta pintura fue hecha en pastel sobre papel en 1903, por Mikalojus Ciurlionis. Se titula Funeral Symphony. La pintura expuesta al inicio es de Joan Snyder, de 1970 (expresionismo abstracto): Symphony.




domingo, 12 de octubre de 2014

Laberintos

sentirse como
una rata
atrapada en un laberinto
que nunca buscó
y del que sabe
que hay una sola salida y es
esperar morir,
debe ser una de las dos
o tres cosas
más desesperantes y aterradoras
que alguien pueda sentir.
ser la rata
junto a aquella otra rata,
oler su destino
e intuir en este el propio,
su angustia,
sin llegar a comprender del todo,
se siente
más o menos parecido.
tal vez,
un poco más
triste.

Cóncavo y convexo de M. C. Escher.

Laberinto de David Burliuk.

Laberinto de Salvador Dalí.